*Ganador de 2do lugar en cuento, Centro de Humanidades – Universidad del Desarrollo y publicado en revista Academia.
Nuevamente puso su pulgar sobre el sensor al costado de la puerta de metal. Espero unos segundos mientras una luz pasaba bajo su huella. “Denegado” apareció en la pantalla superior. Miro hacia los costados. Nadie estaba alrededor, solo una cámara en la esquina junto a una ampolleta roja que tintineaba. Volvió a la sala anterior del edificio. La recepcionista y el guardia no le dirigieron la mirada, al igual que esta mañana al llegar.
Le comentó al guardia que el lector de huella no funcionaba, tenía una reunión a primera hora y no podía llegar tarde. El guardia lo miró. Acercó su reloj al sujeto, lo reviso y luego continúo mirando al frente, vigilando la entrada principal. ¿Acaso no me escuchó? Llevo veinte años en este lugar, acaso no me reconoce. Hablaré con sus superiores de la división de seguridad y no me volverá a olvidar. La recepcionista miraba desde su puesto mientras escondía una mueca de risa.
Salió del edificio a la calle principal. A esa hora la ciudad volvía al movimiento habitual. Los pajes ocupaban su sitio pululando con su marcha pretensiosa, ocupando el asfalto lleno de ambiciones que se ahogarían en pensiones impagas y depresiones. Detuvo a uno de los que caminaban por su vereda. ¿Qué hora es? Le preguntó. Este lo miró, acerco su reloj al sujeto, lo reviso y siguió su marcha. Mientras se alejaba el paje, lo seguía con la vista. Perplejo. Vio su propio reloj.
Tres letras “E” aparecían en la pequeña pantalla. No funcionaba. Quizás era el emisor de señal averiado luego de olvidar sacárselo al entrar a la ducha, quizás era la batería que se agotaba después de tantos años. No funcionaba, y por lo mismo no lo reconocía la máquina, su pulgar había sido rechazado al no recibir la señal del reloj identificador, el guardia no encontraba la señal del sujeto y pensó que era un intruso, el paje asustado pensó que era algún mendigo o emigrante fuera del sistema de red. Era sencillo, volver a casa, tomar una nueva batería y volver al edificio para llegar tarde a la reunión entre disculpas y explicando lo sucedido.
Caminó entre los grandes rascacielos que reflejaban el sol a esta hora aumentando la temperatura del cemento hasta llegar al paradero de taxis. Vio pasar algunos vacíos, indiferentes al dedo alzado del transeúnte, como trenes sin estación en una carrera fútil. Murmuro unos insultos al aire y continúo su marcha hasta el hogar.
Ya en casa le fue imposible entrar, el mismo sensor, el mismo problema. “Denegado” salía en la pantalla superior, junto con una pequeña luz roja. No era reconocido en su propio hogar. Revisó alguna ventana abierta sin resultados. Salto la reja que daba al patio trasero. No encontró ningún espacio donde poder introducirse. Tomo una piedra cercana y rompió el vidrio trasero en acción desesperada.
Llego a la sala de estar con sus sillones y sus muebles de siempre. Se encontró de pronto como un allegado en su propio hogar. Miro los cuadros regalados por sus amigos y su familia. Encontró los marcos de foto virtual, que ciclaban las imágenes cada minuto con un recuerdo diferente de alguna etapa de su vida. Estas imágenes se repetían a cada instante, para recordarle quien era y de donde venía, pero al mirar las fotos esta vez, no logro encontrar el recuerdo del momento, solo se veía mirando la foto, recordaba la foto, recordaba la pantalla con sus colores líquidos y brillantes, como si de pronto se hubiera vaciado de todo su pasado y solo le quedara ese conjunto de colores y formas. Una de las fotos llamo su atención. Salía él a los 6 años con su padre. Eso creía. Pero el niño de la foto era rubio, él moreno. Ojos azules, los de él castaños. Miro el rostro de su padre. Estaba borrado. Una mancha blanca lo cubría. Cuando intentó tomar el marco para ver la figura de su madre en el fondo, la foto ya había cambiado. Las que continuaron le eran extrañas, se encontraba con un extraño en cada nueva imagen.
La desesperación recorrió su cuerpo, un hálito frio detenía sus movimientos.
Una disociación entre lo que quería y lo que su cuerpo respondía.
De pronto un impulso lo liberó. Subió corriendo a su habitación. Aún estaba su cama, sus cuadros y la mesa de noche con el libro del día anterior. Abrió el cajón, buscando algún objeto de su infancia, alguna figura que le hiciera recordar algo más que una imagen muerta o un color vacío.
El crucifijo que guardaba estaba podrido, la madera estaba húmeda y el cuerpo que de él pendía, estaba ausente. El relicario con la foto de su madre y su padre estaba empolvado. Sacó el vidrio para recuperarlas pero las encontró con el rostro manchado de blanco. Se tocaba el abdomen con las manos, se apretaba mientras la náusea penetraba en la garganta. La espalda se torcía en un dolor invisible cuando recordó la mancha de nacimiento entre las escápulas.
Camino al baño, donde se encontraba el único espejo de su casa, se sacaba la ropa, la chaqueta, la corbata y la camisa, también el cinturón, los zapatos, pantalones y calcetines. Ya en el baño termino por desnudarse. Miro al frente. Se sacó los lentes. El espejo estaba empañado. La silueta borrosa de su rostro estaba sudorosa, pálida y el pelo estaba enmarañado. Tomo la toalla y limpio el vapor que aún quedaba de la ducha de la mañana. Finalmente vio el detalle de su rostro. No tenía detalle. El rostro estaba des-figurado. Era una mancha amorfa, cera derretida. Tembló.
Solo le quedaba su mancha de nacimiento, solo le quedaba la idea de su mancha de nacimiento.
Aún no decidía voltear para descubrir el pedazo de piel oscura que resaltaba sobre la pálida dermis. Si volteaba y no estaba, ¿qué sería de él? Que sería de su nombre y su nacimiento. Que valdrían sus recuerdos sin cara ni distinción. Todo este tiempo pensó que aquellos signos eran su persona, esa identidad de radiofrecuencia, la huella digital, las fotos, los cuadros incluso el nombre, el rostro, el cuerpo y el hogar. Los símbolos que eran sagrados, se volvieron de golpe tabulas rasas, se encontró frente al espejo con un desconocido sin forma, desnudo, sin necesidad de mentirse ni siquiera a sí mismo, ni siquiera al instinto, era una marco sin puerta a una pieza vacía, sin luz ni sombras.
De pronto las palabras no eran más que gruñidos sin música, toda explicación no era más que una excusa pretensiosa para evitar este momento, en que se encuentra sin pulso ni forma. Se hinca en la esquina. Se escuchan a lo lejos las sirenas que se acercan a la casa.
Francisco J. Villalón L.