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Tres años y un día

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*Mención honrosa Cuentos en Movimiento y publicado en Antología de Cuentos en Movimiento

De la puerta a la vereda son quince pasos con los zapatos sueltos. En la bolsita de plástico está todo, incluyendo billetera, celular, carnet y cordones. El paradero se ve más viejo que la última vez, un poco de óxido en las esquinas, grafitis y anuncios sobre anuncios pegados. Es primavera, la alergia la delata. Los mocos corren. Estornudo. Miro un rato al sol para ver si se me pasa. De pronto se pone una sombra en la cara. La doscientos veintiuno me viene a buscar. Tan llena como siempre, tan silenciosa como siempre. Todos embetunados y embotados, frente a frente, nuca a nuca, codo a axila, evitando miradas desconocidas, mirando reflejos en los vidrios, pensando que hacer al llegar a la pega, la casa, los niños, el perro, el auto, las cuentas, las deudas y el freno del bus, todos saltan, algunos alegan, un par de gritos y varios gruñen entre dientes. Ese momento es el preciso. Con la cabeza en mañana y el vaivén de la frenada, la mano entra ágil en el bolsillo sin que se den cuenta. Saca una billetera o un celular. A veces boletas, pelusas, chicles, hasta condones enrollados para el disgusto del refinado ladrón. Pero esta vez no, para mí no. Soy uno más, embetunado y embotado, pensando en la casa, la negra y el huacho. Son tres años y un día. Fue suficiente esta vez.

En esta misma micro, más vacía y más de noche, me hicieron caer redondito. Decían que era por las lucas, por la esquina o por el nombre. Pero yo sabía que era por la negra.

Tres años y un día de espera. Las primeras semanas fue a visitarme cuando podía. Después me dijo que tenía que escapar. Me mandaba cartas de vez en cuando. Luego dejó de enviar. Ahora vuelvo sin saber si sigue detrás de la ventana o se fue por la puerta para el otro bando, con el guatón o el gil de al lado. Esto se resume en bajarme de esta micro, caminar las tres cuadras hasta nuestra casa, tocar el timbre y esperar. Sentir los pasos por la baldosa, el giro de la manilla y la puerta abrirse para ver la sonrisa de la negra corriendo a abrirme y que me diga que me esperaba, que sabía que todo iba estar bien. Ya lo tenía decidido antes de entrar. Decir a la cresta con los demás, que digan lo que quieran. Que se rían por encontrarme pollo por tener tres trabajos para llevarla al cine y comprar cabritas, sin volver a entrar al trabajo sucio. No seré ingeniero ni doctor, pero así es la cosa y hay que apechugar. Aceptar y seguir, dar y recibir perdón, continuar y volver. De que sirvieron las barreras y las pistolas, de que sirvió coimear al flaco, de que sirvió las promesas y los discursos, si la plata se lo lleva todo, lo roe y lo carcome, como la coca el tabique, la plata el corazón. De traiciones y desconfianza vive el mal aventurado dicen.

Hace tres años y un día me subí a esta misma micro. Tranquilo me dirigí al boliche para tomarme unas cañas. El silencio de la noche después de un muerto famoso deja espacio para venganzas y hurtadillas. Estaba casi vacía. Éramos tres, la chica del veintisiete que se iba a su esquina, a la que llamaban Luna y al borrachito que le decían Sombra que dormía con el calor del motor. Éramos tres la Luna adelante y el Sombra atrás. De pronto la micro se paró. El chofer en silencio. Las tres puertas se llenaron de pacos. Era como si supieran. Yo estaba tranquilo, camino al boliche por las cañas, un par de lucas en la billetera, sin intenciones de venta ni cargas. Se subieron dos de ellos. Fueron directo hacia a mí. Me dijeron “está detenido por tráfico de drogas”. Yo me reí. “Soy inocente”. Hice la finta de revisarme. Sentí una bolsa en mi bolsillo. Me quedé en silencio. Fue el cabro del frente. Había estado raro, nervioso y servicial. Me arregló una arruga de la chaqueta y me cargó. Era la trampa. Estaba comprado. Les avisaron a los pacos y me encontraron con mi cara de miedo al sentir la bolsa. Me detuvieron. Me pusieron las esposas. Después en la casa aparecieron otras iguales. La negra alcanzo a irse donde su vieja.

Fueron tres años y un día de pensar en el cabro del frente, que jugaba futbol con nosotros de vez en cuando, que pedía la manguera y regaba nuestro patio con el suyo. Es la sobrevivencia, el cumplir, el miedo, el no ser nadie, el ser hijos de madres mestizas, el resentimiento, la publicidad, Mekano y Yingo. Es lo que callamos y lo que aceptamos, es la desigualdad abismante, el auto soñado, el reloj y la playa. A veces son los porotos y otras la cebolla, a veces hasta el agua limpia o el frio. También es el por qué a mí, por qué a nosotros, el porqué de todo, Señor. En este tiempo pensé en terminar todo esto, el de no ser el más vivo para dormir un poco más tranquilo y disfrutar con la negra de una marraqueta tostada con un té. Eso es todo, llegar a casa, verla, ver al huacho y oler la marraqueta tostada.

La micro se detiene. Última parada. Son tres cuadras hasta la casa. Veo el timbre. Saco el celular para arreglarme con el reflejo de la pantalla, que me vea más ordenado que antes. La camisa cerrada, dentro del pantalón. Estiro la mano hasta el timbre. Antes de apretar me fijo por si hay algún movimiento de las cortinas, sombra entre los velos o sonido de las baldosas. Respiro profundo por si huele a marraqueta tostada. Por ahora nada. Tampoco sabía a la hora que vendría. Ya es hora. Toco el timbre una vez, corto y rápido, con la mano temblorosa, un poco sudada y con el pecho que retumba al latir. Toco una segunda vez. Esta vez sí, largo y de corrido. Es el momento para que sepan y salgan. Espero. Toco una tercera vez. No escucho ni veo ni huelo. No pasa nada. Toco una cuarta, una quinta y una sexta. La novena es la vencida. Quizás fue a buscar el pan o tiene una sorpresa. Saco la llave de mi bolsillo. Fueron tres años y un día sin usarla. Aún recuerdo sus dientes al tacto y el introducirla por la solapa hasta un leve chasquido. Después la suave resistencia al giro, para terminar, sonando junto con el chirrido de la bisagra. Tomo la llave. La introduzco. La giro. No funciona. Cambió la chapa.

Francisco J. Villalón L